Tom Hornbein, leyenda involuntaria del Everest
El pasado 6 de mayo falleció apaciblemente en su casa, a los 92 años, Tom Hornbein, un anestesista de profesión que en 1963 protagonizó, acompañado por su compañero Willi Unsoeld, una gesta extraordinaria en el techo del mundo; una gesta casi involuntaria, producto de la improvisación, la curiosidad y la sed enfermiza de aventuras. Un poco a su pesar, su nombre —o más bien su apellido— quedó a partir de entonces indisolublemente unido al Everest. Literalmente. Hoy en día, uno de los rasgos más característicos de la cara norte de la montaña lleva el nombre de corredor Hornbein. Para el propio Hornbein, sin embargo, aquella solo fue “una de las muchas aventuras que tuve el privilegio de vivir en las montañas”. El suyo, y el de Unsoeld fue un impulso creador incontrolable que les llevó a apostarlo todo a lo desconocido; una ruleta rusa que terminó convertida en una actividad adelantada a su tiempo y, de paso, en una página destacada del manual de estilo del buen alpinista.
El contexto
En 1963 solamente nueve personas habían pisado la cumbre del Eversest —un neozelandés, dos nepalíes, cuatro suizos y dos chinos—, y lo habían hecho todos ellos siguiendo únicamente dos vías: la normal del collado sur, abierta por la expedición británica de 1953, y la de la arista noreste, culminada por los chinos en 1960 y sobre la que, por aquel entonces, aún sobrevolaba la sombra de la duda. Ambas vías habían sido abiertas mediante técnicas de asedio puestas en marcha por pesadísimas expediciones de carácter nacional, que era como se afrontaban aquellos gigantes en la época. El resto de ochomiles (solamente el Shisha Pangma permanecía virgen) habían sido coronados con técnicas similares, lo cual no fue óbice para que se produjeran momentos estelares de individualismo, como el que protagonizó Herman Buhl en el Nanga Parbat en 1953.
Mientras hubo ochomiles vírgenes, el Himalayismo, tuvo mucho de competición entre naciones. Los norteamericanos, por ejemplo, habían intentado llevarse el gato al agua en el K2, pero fueron superados por la mucho más humilde Italia de posguerra y tuvieron que conformarse con ser los primeros en el onceavo ochomil, el Gasherbrum I. Para los años 60, dado que los chinos controlaban los accesos al último gigante virgen y era obvio que no pensaban dejar que nadie lo escalase antes que ellos, esa tensión por conseguir la cima a toda costa desapareció, en parte, y se abrió un panorama nuevo en el que lo que tocaba era hacer cosas nuevas en ochomiles ya escalados. Eso, y poner a alguien en la cumbre del Everest, claro.
La expedición norteamericana al Everest de 1963 pretendió conseguir ambas cosas. Por un lado, quiso asegurar la cima para alguno de sus integrantes, que ascendería por una ruta ya abierta; por el otro, se fijó como objetivo abrir una vía nueva; y, por último, intentaría enlazar ambas rutas para conseguir la primera travesía de la montaña. Pero, aunque parezca mentira, todo ello fue resultado de la improvisación, porque, cuando la expedición partió rumbo al Himalaya, los objetivos declarados eran otros.
El plan b
En 1961 Norman Dyhrenfurth comenzó a ensamblar un equipo de alpinistas para acometer la empresa americana en el Everest. Durante el tour de recaudación de fondos Dyhrenfurth anunció a bombo y platillo que el objetivo de la expedición sería conseguir las cimas del Everest, el Lothse y el Nuptse de una sola vez. De hecho, solicitó un permiso de escalada para las tres montañas vecinas al gobierno de Nepal.
Sin embargo, ya durante las sesiones de entrenamiento pre-expedición en el Mount Rainier salió el tema de la arista oeste, que nadie había explorado siquiera, aunque había rumores de que un equipo de suizos, austriacos y alemanes andaba detrás de la idea. Dyhrenfurth descubrió entonces que la mayoría de los integrantes de la expedición estaban más interesados en ese objetivo que en la meta declarada de las cimas del Everest, el Lothse y el Nuptse por rutas ya conocidas. Entre todos los miembros de la expedición, el que más entusiasmo mostró por la nueva idea fue Tom Hornbein, un médico de 32 años. En cualquier caso, como si de una camarilla de conspiradores se tratara, todos ellos acordaron en el Rainer que no volverían a hablar del tema, ni entre ellos ni con nadie, hasta que estuvieran en Nepal (con los fondos asegurados, se entiende). Fue al año siguiente, en una asamblea celebrada a mitad de la marcha de aproximación al campo base, cuando el equipo al completo decidió apostar por la arista oeste. Dyhrenfurth insistió, no obstante, en que paralelamente se trabajaría en la vía normal del collado sur para asegurar la cima y, además, contar con una ruta de descenso más sencilla y equipada para el equipo que completase la arista. El objetivo declarado en casa, por lo tanto, se convirtió en el objetivo accesorio de la meta, aún secreta, de la arista oeste. Es cierto que el relato que se ha hecho posteriormente es algo más romántico y retrata poco menos que a una pandilla de locos trabajando en una ruta visionaria en los márgenes de una gran expedición nacional. No ocurrió así; para cuando llegaron al campo base, todos eran conscientes de que la arista oeste era el premio gordo. En cualquier caso, lo que ocurrió allí tampoco necesita decoración.
El 1 de mayo de 1963 Jim Whittaker, acompañado por el escalador sherpa Nawang Gombu, alcanzó la cumbre por la vía normal del collado sur. Se convirtió así en el primer norteamericano en el techo del mundo y, de paso, “salvó la honra” de la expedición de cara a los inversores. La noticia llegó a occidente, pero los nombres de los integrantes de la cordada de cima no trascendieron; Dyhrenfurth quería mantener el secreto en espera de ver lo que ocurría en la secreta ruta de la arista oeste. Allí, un pequeño equipo trabajaba de forma poco convencional explorando un terreno completamente desconocido. Lo lideraba oficialmente Willi Unsoeld y lo integraban Tom Hornbein, Barry Corbet, Jake Breitenbach, Dick Emerson, Dave Dingman y Barry Bishop. Con ellos trabajaban también cinco sherpas de los que no sabemos los nombres. Posteriormente, Unsoeld declararía que gran parte de su trabajo consistió, no tanto en liderar el equipo, como en tener controlado a Hornbein, que, de puro entusiasmo, desprendía tal cantidad de energía que había llegado a generar tensiones en el equipo.
La aventura pura era lo que Hornbein ansiaba. Para él había perdido el sentido alcanzar la cumbre por una ruta conocida. Era la exploración, el ir descubriendo los obstáculos sobre la marcha e ir solucionando los problemas que les salían al paso lo que le motivaba. Y en eso, la arista oeste era perfecta, porque, por su configuración, el camino resultaba inescrutable.
Finalmente se fijó un calendario para el intento definitivo. Dyhrenfurth diseñó un plan según el cual dos equipos de dos escaladores ascenderían por la arista hasta la cima, instalando otros dos campos por el camino (que serían el 5º y 6º), mientras otra cordada de dos remontaba la normal para encontrarse en la cumbre con los de la arista y asistirlos en el descenso. Todos los equipos abandonaron el campo base el día 7 de mayo con la idea de lanzar el intento definitivo el día 18.
Pero lo que ocurrió en los siguientes diez días fue casi catastrófico. Una serie de borrascas golpearon la montaña destruyendo casi todo el trabajo realizado y obligando a todos los equipos a permanecer en las tiendas. El día 16, en el campo 4, Hornbein y Unsoeld escucharon gritos de sus compañeros. Dos tiendas se habían soltado y se deslizaban pendiente abajo, arrancadas por el viento y arrastradas por las coladas de nieve. En el interior, Corbet, Al Auten (operador de radio desviado al equipo de la arista después de la cima de Whittaker) y cuatro sherpas formaban un revoltijo pataleante de brazos, piernas y material de escalada. Las tiendas iban camino de precipitarse hacia el glaciar de Rongbuk, 3.000 metros más abajo, pero en el último momento se detuvieron en un resalte de hielo. Nadie resultó herido. A la mañana siguiente, los planes salieron volando literalmente. El viento arreció hasta los 160 km/h y todos tuvieron que pasar el trance aferrados a sus piolets, boca abajo, rezando para no ser arrancados de la montaña. En un momento dado aprovecharon una pequeña tregua para huir del campo 4, que salió literalmente volando a sus espaldas, y bajaron como pudieron hasta el campo 3. Cuando todo pasó, las esperanzas de completar la ruta eran poco menos que cero.
A no ser que olvidasen los planes y se pusieran a improvisar.
El plan C
En algunos reconocimientos previos por encima del campo 4, que ahora la tormenta había destruido, Unsoeld y Hornbein habían abandonado la arista para seguir una trayectoria diagonal por la cara norte —a la que tenían absolutamente prohibido acceder por el gobierno chino— hasta la base de un corredor de nieve que ascendía en línea recta hacia la cima. Unsoeld lo había bautizado como corredor Hornbein. Ahora, con poco combustible, poco oxígeno y pocas opciones de poder afrontar la arista, plantearon la posibilidad de abandonar el estilo pesado de expedición y adoptar un enfoque semialpino (Messner aún no había demostrado que se podía escalar el Everest sin oxígeno, así que la ascensión incluiría botellas de oxígeno sí o sí). Reconstruirían el campo 4, establecerían un último campamento, el 5º, lo más alto posible y, después, ellos dos partirían hacia la cumbre siguiendo aquel corredor, fuera a donde fuera, en un intento con pocas posibilidades de éxito en caso de que resultara intransitable.
Como algo era mejor que nada y como el monzón estaba a la vuelta de la esquina, Dyhrenfurth dio su visto bueno. Además, la cima de Whittaker había trascendido en la prensa occidental y él ya no encontraba excusas para no regresar a casa.
Dicho y hecho, el día 21 Auten, Corbet y cinco sherpas salieron del reconstruido campo 4 con intención de montar un campo 5 cerca de la base del corredor. Poco después les siguieron Hornbein, Unsoeld y Emerson. A media tarde, los dos equipos encontraron una repisa cerca de la famosa Banda Amarilla que cruza la cara norte del Everest, y montaron allí una pequeña tienda. Después, todos se despidieron de Unsoeld y Hornbein sabiendo que había una probabilidad nada despreciable de que no volvieran a verse, e iniciaron el camino de vuelta al campo 4.
Al día siguiente dos equipos partieron hacia la cima; por un lado, Unsoeld y Hornbein siguiendo el corredor inexplorado, por el otro lado, Lute Jerstad y Barry Bishop por la ruta normal. Desde el principio quedó claro que Unsoeld y Hornbein se habían metido en una embajada de cuidado. El corredor, que tenía a ratos una inclinación de 60º, se fue estrechando hasta un punto en el que tuvieron que progresar usando técnicas de oposición. Más adelante se convirtió en una simple grieta y los dos hombres se vieron de pronto escalando secciones de IV grado de dificultad, en ocasiones sin guantes, y cargando con un equipo que incluía bombonas y máscaras de oxígeno.
En un momento dado, Unsoeld fue consciente de que estaban en un punto de no retorno; si continuaban, sería para llegar la cumbre o no regresar jamás, así que le dijo a Hornbein “Creo que tenemos que tomar una decisión aquí”. Hornbein se limitó a decir “Sí”, y continuó adelante. Eso fue todo. Hornbein no flaqueaba, estaba poseído por la escalada, y eso que su sistema de oxígeno tenía una fuga y estaba escalando con menos de 1 litro por minuto (lo normal son entre 2 y 3 l).
Finalmente, después de doce horas de escalada afrontando dificultades y sin tener muy claro hacia dónde debían tirar, ambos escaladores vieron ondear la bandera americana que había dejado Whittaker en la cima y que, curiosamente, había resistido a todas las tempestades. Habían completado una vía extremadamente compleja en el Everest, en un estilo semi alpino y “a vista”. Pero eran las 18:15 y la luz estaba desapareciendo. Era evidente que Jersted y Bishop habían estado allí aquel día. En realidad, la cordada de la ruta normal había alcanzado la cima casi tres horas antes y había estado esperándoles durante cerca de tres cuartos de hora, asomándose a la cara norte y gritando sus nombres de vez en cuando. Pero para aquella hora tan avanzada, ya se encontraban descendiendo.
Sin perder tiempo, Unsoeld y Hornbein iniciaron a su vez el descenso por la ruta normal. Agradecieron contar con las huellas recientes de Jersted y Bishop para guiarles en la luz menguante del atadecer. Rapelaron el famoso escalón Hillary y avanzaron tan rápido como pudieron hacia la cima sur. Para cuando llegaron allí, ya era noche cerrada y no podían siquiera ver el rastro de sus compañeros. Pero aquellos, que estaban exhaustos y descendían increíblemente despacio, sí que habían visto su luz y estaban esperándoles a unos 8.600 metros. Al cabo de dos horas ambas cordadas se reunieron y reconocieron que su situación era bastante mala. No tenían luz para bajar con garantías y, además, a 8.500 metros se quedaron sin oxígeno. Así que decidieron sentarse en una repisa y pasar la noche como mejor pudieran. Por aquel entonces nadie había vivaqueado a semejante altura y había vivido para contarlo (faltaban doce años para que Doug Scott y Dougal Haston tuvieran que echar la noche a 8.760 metros, no muy lejos de allí). Tuvieron suerte porque, aunque la temperatura cayó hasta los 27º bajo cero, no hubo viento.
Más abajo, cuando aún no había amanecido siquiera, Dave Dingman y Girmi Dorje salieron del campo VI de la ruta normal convencidos de que su misión consistía en verificar la muerte de sus compañeros. Sin embargo, a medio camino se llevaron la sorpresa de encontrarlos a todos vivos.
Aquella noche les costó a Unsoeld y Bishop todos los dedos de sus pies. Eso fue el fin de la carrera alpinísitca de Bishop, pero Unsoeld siguió escalando hasta su muerte en el Mount Rainier, en 1979. Hornbein y Jersted, por su parte, sufrieron congelaciones de las que pudieron recuperarse y, de hecho, como hemos dicho, Hornbein viviría una apacible vida “llena de aventuras” que terminó hace apenas dos semanas, a los 92 años y muy cerca del sesenta aniversario de la experiencia que lo convirtió en leyenda involuntaria del Everest.