Tres momentos que explican cómo el himalayismo se convirtió en turismo masificado de montaña. Un texto de Sebastián Álvaro.
Un artículo de Sebastián Álvaro, periodista, aventurero y escritor.
"Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada". Esta frase atribuida al político y filósofo irlandés del siglo XVIII Edmund Burke es la primera razón que me viene a la cabeza a la hora de explicar cómo llegaron a convertirse en parques de atracciones, en basureros inmundos, las montañas más altas y bellas del Himalaya y el Karakórum. Los clientes pasando por encima del cadáver de Muhammad Hassan, el porteador pakistaní muerto en el Cuello de Botella del K2 hace unas pocas semanas, son el más reciente ejemplo de una triste historia que comenzó hace décadas. El enésimo ejemplo de que esto ya no es alpinismo, sino turismo masificado de montaña, deshumanizado y destructor. En un desastre medioambiental y humano, que la comunidad alpinista debemos confrontar.
¿Cuándo ha sucedido esto? A lo largo de la historia del himalayismo, lo cierto es que han sido muchos los momentos en los que los buenos no hemos hecho nada mientras tipos sin ningún escrúpulo llevaban a cabo toda clase de agresiones a las personas y al medioambiente, delante de nuestras narices. El cambio comenzó en el Everest y ahora lo vemos también en el Karakórum con ejemplos como la tragedia del joven baltí Muhammad Hassan, que estuvo llorando y agonizando durante horas. Estos son tres momentos que han marcado la transformación del himalayismo en turismo de montaña masificado y sin ética.
Comienza la carrera para explotar el Everest
En mayo de 1996 se producía la que sería conocida como ‘La gran tragedia del Everest’: ocho personas perdían la vida en una tormenta de nieve, durante una expedición encabezada por dos conocidos guías de montaña, el neozelandés Rob Hall y el norteamericano Scott Fisher, que pugnaban por hacerse un nombre entre los guías que pretendían llevar clientes a la cumbre del Everest, a cambio de una gran cantidad de dinero.
En el grupo de Hall subía el alpinista y escritor americano Jon Krakauer, que posteriormente relató la tragedia vivida en primera persona en un best seller, “Mal de altura”. Este relato fue, paradójicamente, la mejor campaña publicitaria para las agencias ávidas de clientes con un alto poder adquisitivo: el Everest ya no era sólo para alpinistas preparados. Cualquier persona dispuesta a pagar unas decenas de miles de dólares podía cumplir su sueño.
En un abrir y cerrar de ojos, se fueron normalizando las imágenes de centenares de personas siguiendo una cuerda, los cadáveres que sirven de “señalizadores” de la ruta, las personas agonizando que nadie atiende… La falta de humanidad, compasión y valentía sustituyeron al Alpinismo, con mayúscula, y a sus valores tradicionales. Aquel mito del alpinismo mundial que había sido escalado por Mallory, Hillary, Habeler y Messner, se convertía en un desastre medioambiental y humano.
Agencias ricas, aldeas pobres
La carrera para explotar el Everest la iniciaron las agencias occidentales, pero muy pronto se sumaron a ella las agencias locales. Con una política muy agresiva de abaratar precios y de asustar por todos los medios a la competencia extranjera, poco a poco las agencias nepalíes lograron el monopolio de la explotación del Everest.
En la primavera de 2013 un grupo enfurecido de sherpas intentó linchar en el campo 2 del Everest a tres reconocidos alpinistas, el italiano Simone Moro, el suizo Ueli Steck y el británico Jonathan Griffith, por haber escalado por encima de ellos. Desde entonces ningún otro alpinista ha osado escalar al margen de los sherpas –en concreto, de los que se llevan tajada de estas agencias comerciales– y el Everest se ha convertido en un monopolio de las agencias nepalíes.
Aclaro para las personas que no son conocedoras de la realidad del himalayismo, que el negocio del Everest no es de los sherpas. La miseria y la pobreza se extienden por los valles de los sherpas y de las demás etnias que habitan las grandes montañas del Himalaya. Los porteadores trabajan en condiciones miserables, también en el Karakórum. Por ejemplo, el seguro que cubre a chavales baltíes que se juegan la vida como Muhammad Hassan para que otros puedan celebrar una cumbre (que no se merecen) tiene una indemnización de unas 200.000 rupias, unos 635 euros al cambio actual. Eso es exactamente lo que vale la vida de un joven pakistaní de una aldea de las montañas: 635 euros.
Son las grandes agencias las que se quedan con la parte grande de un pastel que supera las decenas de millones de euros y reparten las migajas entre algunos ‘privilegiados’, pero nada de eso revierte en la población. Nepal sigue estando en los peores puestos en tasas de escolarización, de mortalidad infantil y de calidad de vida.
La guerra sucia por los récords
La proliferación de alpinistas de nuevo cuño, ávidos por alcanzar récords, es otro de esos hechos que explican la transformación del alpinismo en negocio turístico sin valores.
Un claro ejemplo es el caso de Nirmal Puja, un nepalí-británico que se precia de haber batido a Messner y Kukuczka, escalando los 14 ochomiles en siete meses. Ocultando en su relato que fueron sherpas los que prepararon las montañas, pusieron las cuerdas y abrieron huella, con helicópteros que le trasladaron. Trampas, dopping, botellas de oxígeno repartidas por las montañas, componen un relato plagado de inexactitudes y mentiras –de las que están llenas su historial– con una ética del comportamiento alejada del alpinismo y del mínimo de honestidad requerida a cualquier persona.
Otro ejemplo: la noruega Kristin Harila, que redujo a la mitad el tiempo dedicado por Nirmal Puja a escalar los catorce ochomiles, silenció entre otros ‘detalles’ que para colocar las cuerdas fijas en el Manaslu sus sherpas utilizaron un helicóptero que les subió las bobinas al campo tres y las fueron colocando cuesta abajo. Harila, por cierto, fue una de las alpinistas que el día del fallecimiento de Muhammad Hassan, hizo cumbre en el K2.
Es hora de que los buenos reconozcamos que nos hemos equivocado y nos pongamos a trabajar. De que confrontemos este modelo tóxico con el verdadero alpinismo.
Debemos decir alto y claro que esto ya no es alpinismo, sino turismo masificado de montaña. Que los responsables tienen nombre y apellido. Y que este turismo no revierte en las poblaciones locales, algo que sí sucede con el senderismo y otras prácticas turísticas que se desarrollan en estos países. Debemos exigir a los países que cumplan, al menos, sus propias normas de los Parques Nacionales, que impediría acometer estos atropellos. Exigir que acaben con los abusos laborables de sus porteadores y que obliguen a las agencias a declarar sus ingresos, para que una parte de impuestos revierta en sus sociedades.
También es responsabilidad de quienes amamos las montañas explicar que este turismo deshumanizado y destructor, además de suponer un grave atentado medioambiental contra las montañas más altas de la Tierra y sus ámbitos ecológicos, es una práctica que implica un alto riesgo para personas que no tengan un mínimo de formación y preparación física. Porque, al contrario de lo que el capitalismo interpretó al leer a Jon Krakauer, alcanzar el techo del mundo, no es para cualquiera.