Ascensión al Cerro Torre. Bonatti, Terray y la montaña de los vientos.
Un artículo de Sebastián Álvaro, aventurero, periodista y friend de Ternua, dedicado al Cerro Torre.
Desde que descubrí las montañas de la Patagonia mi vida se convirtió en una contradicción permanente, entre los dos macizos montañosos más bellos de la Tierra, el Karakórum y la Patagonia. Así que, siguiendo los consejos de uno de los boleros más entrañablemente desgarradores que conozco, he tratado de amar a la vez, y por igual, a las montañas de uno y otro confín… y no estar loco. El macizo del Karakórum acoge en su seno las montañas más colosales del planeta. Son montañas grandiosas, las más altas, las más severas, las más remotas, las más peligrosas y a veces, como nos demostró el K2 en 1994, las más crueles. Son montañas extremas que nos proporcionan, en la misma expedición, belleza y severidad, alegría y sufrimiento, placer y tristeza.
En mi opinión no se puede ser alpinista sin conocer el Karakórum (aunque esta afirmación no le guste nada a Rolando Garibotti, uno de los mejores especialistas en la Patagonia), y sin haber estado en la Patagonia.
La Patagonia, horizontes sin límites
La Patagonia es otra cosa. Es la unión de los horizontes sin límites, planicies azotadas por el viento, con la verticalidad de torres de roca que, como colmillos de granito, surgen de las mandíbulas de la Tierra. Pero allí no te duele la cabeza cuando llegas al campo base y no tienes que contar diez pasos para volver a recuperar el resuello cuando sobrepasas los siete mil metros de altitud. Esa línea que algunos han marcado como “la línea de la muerte” dónde sólo permanecer es estar muriéndote lentamente. Ese aire leve dónde se encuentra la sustancia de los sueños, Shakespeare dixit.
Cuando visité la Patagonia por primera vez, allá por 1987, todavía era un lugar remoto, no digo inaccesible, pero todavía reservado a la tribu de amantes de aquellas agujas de roca atraídos por las palabras del gran alpinista francés Lionel Terray cuando dijo que el Torre era “la montaña imposible” afirmando “ninguna escalada, ni en el Himalaya ni en otro lugar del mundo, puede compararse a los problemas que presenta este colmillo granítico cubierto de hielo y batido por las apocalípticas tormentas de viento de la Patagonia Austral” El Chaltén era por aquel tiempo un proyecto de pueblo con cuatro casas y los alpinistas nos íbamos a vivir a los bosques en cabañas construidas con palos a esperar, y desesperar, esos días de buen tiempo que, muchas temporadas, nunca llegaban. Para todos aquellos que lo vivimos fue una época y un lugar muy especiales.
Hoy en día el Chalten es un poblado turístico lleno de restaurantes, hoteles y tiendas, de unos 1500 habitantes pero que recibe más de 200.000 turistas que proporcionan una fuente de riqueza inagotable a sus habitantes pero también algunas de las miserias asociadas al turismo de masas. Aquella pista de tierra que unía el aeropuerto internacional de El Calafate con el pueblo, se ha convertido hoy en una carretera asfaltada cuyo trayecto se puedo hacer en algo más de dos horas. Hoy es posible, como pude comprobar, desplazarse desde EEUU al Chaltén para llegar a tiempo de poder aprovechar una ventana de buen tiempo y realizar varias escaladas en el macizo. Las buenas comunicaciones y las mejores previsiones del tiempo han transformado al Chalten en el Chamonix de la Patagonia. Los alpinistas ya no esperan el buen tiempo aguantando en los bosques sino en hospedajes, más o menos confortables, dependiendo del nivel económico de cada cual, compartiendo asados, cervezas, charlas y veladas nocturnas mientras hablan de la última escalada de Alex Honnold.
Podría decir que aquella aventura patagónica que vivimos hace 33 años no existe… Si no fuera porque todavía nos queda el Torre.
El Cerro Torre, Bonatti y Terray
El Torre, llamado así a partir de un escrito del explorador español Antonio de Viedma, el primer occidental en observar estas montañas, cuando estuvo por la zona a finales del siglo XVIII, sigue siendo “la más espectacular convulsión geológica que la corteza terrestre haya lanzado hacia el cielo”, como afirmó Lionel Terray, el único alpinista que disputó a Walter Bonatti la hegemonía en los años que van de 1950 a 1965. Esos quince años fueron prodigiosos, y posiblemente irrepetibles, en el panorama alpinístico internacional. Y no sólo porque en ese breve espacio de tiempo se lograron todas las “primeras” ascensiones a las catorce montañas que superan los ocho mil metros. Ese periodo lo comenzó Terray participando en la primera ascensión del Annapurna, donde tendría una actuación esencial para rescatar a sus compañeros Lachenal y Herzog cuando bajaban congelados de la cima. Paralelamente Walter Bonatti abriría en 1951 una vía muy difícil en la cara Este del Grand Capucin que, al decir del propio Terray, marcó la capacidad técnica con un mínimo de apoyo técnico. En 1952 el alpinista francés visitó la Patagonia realizando la primera escalada del Fitz Roy (3405 ms), la montaña más alta del macizo. Desde ese momento Terray pasaría a la historia por las rutas que abrió y la belleza de las montañas que eligió. Por eso su afirmación de que el Torre era una montaña “imposible” terminó siendo el mejor estímulo para las generaciones posteriores y para que la cumbre del Cerro Torre se convirtiera en una de las más deseadas de todo el mundo. También para que, desde entonces, Bonatti y Terray se convirtieran en los principales protagonistas del gran alpinismo mundial.
Bonatti se haría con un historial de escaladas irrepetible, incluso juzgado con los parámetros de hoy en día. En 1954 sería el miembro más joven en la expedición italiana que conquistaría el K2, en la que tendría un papel vital discutido durante años hasta que la evidencia, la lógica y la justicia se impusieron y se reconoció exactamente todo lo que Bonatti había contado. En 1955 realizó la extraordinaria escalada al pilar sudoeste del Dru en solitario, su primera visita a la Patagonia en 1958, y a partir de ahí una pléyade de escaladas en los Alpes, el Brouillard, en el pilar central del Freney, con una terrible tormenta de verano que acabaría con la vida de cuatro de los siete alpinistas, el pilar d´Angle, la invernal de la norte de las grandes Jorasses y muchas más hasta la despedida de Bonatti en la cara norte del Cervino en el invierno de 1965.
Lionel Terray también tendría una vida plena de realizaciones excepcionales, tanto por las montañas elegidas, la forma de acometerlas y la estética de las rutas trazadas en ellas. Del Jannu al Chacraraju, el Makalu, el Chomo Lonzo, la norte del Eiger, el monte Huntington y cientos de ascensiones consideradas “imposibles”, que le convirtieron en uno de los dos mejores alpinistas del mundo, hasta que en 1965 un desgraciado accidente de escalada en el Vercors le privó de llegar a ser ese pastor con el que cerraba su libro de memorias “Los Conquistadores de lo Inutil”, uno de los mejores libros de alpinismo, en el que escribió: “llegará un día en el qué, viejo y cansado, encontraré la paz entre los animales y las flores. El círculo quedará cerrado y por fin seré el simple pastor que añoraba ser en mis niños sueños de niño”
La muerte de Terray y la despedida de Bonatti del alpinismo extremo en ese año de 1965 supusieron un golpe tremendo para el mundo de la Montaña, el Alpinismo y la Aventura.
En 1958 Walter Bonatti y Carlo Mauri se plantan en la Patagonia para acometer el Cerro Torre, ya en el punto de mira del italiano después de las afirmaciones de Lionel Terray. Realizan una larga travesía de las diferentes puntas del cordón Adela y la primera ascensión del cerro Mariano Moreno. Lo más importante es que Walter Bonatti y su compañero Carlo Mauri, supieron “leer” la ruta más atrevida por la pared Oeste, tapizada de hielo, y por la que lograrían quedarse a unos 450 metros de la cumbre. Un intento magistral que no llegan a concluir, probablemente porque es muy adelantado a su tiempo y no cuentan con las herramientas de hielo necesarias para vencer los últimos muros finales. Por aquellos días es probable que la cordada Bonatti-Mauri fuese una de las mejores de su generación. Prueba de ello es que ese mismo año ambos logran la primera del Gasherbrum IV (7925 mts) probablemente la montaña más bella del mundo. Una ruta tan comprometida que a día de hoy no ha sido repetida.
He querido contar todos estos sucesos, aparentemente sin tener una conexión, pero que en mi opinión sirven para entender lo que, lamentablemente, sucedería un año después, marcando de forma decisiva la historia del Cerro Torre.
Cesaré Maestri, compatriota y competidor de Bonatti y Mauri, protagonizaría en 1959 uno de los grandes engaños de la exploración, al atribuirse la primera ascensión del Cerro Torre por la cara norte. Según Maestri, un virtuoso de la escalada en roca, durante el descenso de la cumbre un alud los había arrastrado al vacío y en el accidente había fallecido su compañero de cordada, el austriaco Toni Egger, que era uno de los escaladores en hielo más fuertes del momento. Al principio la escalada fue aceptada y calificada como una de las escaladas más difíciles y peligrosas de todas las existentes; eran los tiempos en los que la palabra de un alpinista no era puesta en duda. Pero muy pronto comenzaron a surgir dudas sobre la ascensión de Maestri y Egger, mientras se cuestionaba abiertamente la versión dada por Maestri y su compañero Fava, los dos supervivientes. En realidad, a lo largo de estos últimos años, toda su historia ha sido desmontada y hoy en día, según Garibotti, se puede considerar una auténtica fábula.
Fue tal la polémica que en 1970 Maestri volvió al Torre a demostrar que podía escalar la montaña. Pero lo único que consiguió fue justo lo contrario. Cosió la pared con un taladro colocando 400 buriles por la impresionante pared de granito que se levanta en la vertiente Este, quedándose debajo del hongo de nieve que no llegó a pisar. Aquella acción concitó la unánime repulsa del mundo alpinista y además arreciaron las dudas sobre la pretendida ascensión con Egger. Desde entonces, a pesar de las pruebas en contra que se han ido encontrando, que demuestran que no hicieron cima, Maestri sigue encerrado en un espeso silencio culpable. Es el único testigo que sabe la verdad de lo sucedido en aquel trágico verano austral de 1959 y muchas personas le exigen que cuente la verdad. Entre ellas la familia de Toni Egger.
Aquella “ruta del compresor” -considerada desde entonces la ruta normal del Cerro Torre- es la que siguieron mis compañeros Ramón Portilla, Antonio Trabado y Sebas de la Cruz para pisar el hongo helado del Cerro Torre un 22 de diciembre de 1987. Hasta que en 2012, en una actuación muy polémica, los alpinistas Hayden Kennedy y Jason Kruk quitaron buena parte de los buriles colocados por Maestri. Desde entonces la vía de los italianos de la pared oeste se convertiría en la ruta “normal”, que no es tal bajo ningún punto de vista, del Cerro Torre.
Volveríamos en 1993. Habíamos culminado la travesía del Hielo Patagónico Sur y quisimos aprovechar los últimos días en Patagonia para llevar a cabo un viejo sueño: rodar una presentación de Al filo en la misma cumbre del Cerro Torre. Estábamos persuadidos de que sólo sería posible si Almirón estaba a los mandos del helicóptero. Así que le invitamos a cenar. Compartiendo aquella agradable cena quizás nos “calentamos” un poco y decidimos en el acto subir al cerro Torre en helicóptero. Es probable que haya sido una de las peores decisiones de mi vida. Nuestro amigo vio factible la operación, pero nos dijo, “siempre y cuando las condiciones fuesen favorables”, algo casi imposible de conseguir en aquella montaña azotada de continuo por los vientos del Pacífico.
Desde luego nunca he pasado más miedo en mi vida.
Al final lo lograríamos; nos plantamos en la cima del Torre después de hacer dos vuelos y luchando contra un viento que zarandeaba el helicóptero, mientras el piloto sudaba la gota gorda (a pesar del frío que hacía en el interior), algo que no ayudaba precisamente a mantener la calma tan necesaria en momentos críticos. Pero el tiempo se volvía cada vez más amenazante y las rachas heladas traían consigo una masa compacta de nubes grises que sabíamos terminarían por cubrir por completo la montaña. Teníamos los minutos contados. Nos estábamos jugando que el helicóptero no pudiese recogernos y, por tanto, tener que rapelar las paredes del cerro Torre en medio de la tormenta, una perspectiva altamente inquietante. Rápidamente hicimos la presentación, pero de rodillas porque para entonces el viento ya no nos permitía estar de pie, filmando al tiempo desde el hongo y desde el helicóptero. Para evitar que la cámara de la aeronave viese a mis compañeros, tuvimos que cavar un agujero en la nieve, donde mis compañeros se metieron y se cubrieron con una sábana a modo de camuflaje. Lástima que no nos diésemos cuenta en el momento de robarla que la sábana del hotel no era blanca sino color hueso, una diferencia que sólo espectadores avisados son capaces de descubrir.
Bajamos de allí en el último segundo antes de que el Torre se cubriera y al límite de todo. Por suerte esa noche estábamos de nuevo en el mismo bar de Calafate brindando por aquella presentación de un minuto, que ha sido el momento en el que he sentido más miedo. Ese día aprendí que es posible posar un helicóptero sobre la cima del Cerro Torre a pesar del viento, pero también que, cuando se ha ultimado una botella de vino blanco, no es conveniente proyectar aventuras muy arriesgadas…
De vuelta al Cerro Torre
No sé porque volví hace unos meses al Cerro Torre, aun sabiendo que esa esbelta aguja patagónica simboliza todo lo que ha sido el motor de mi vida: la aventura, la montaña, la belleza, la incertidumbre, el silencio, la soledad del mundo. Volvimos en enero de este año, a sabiendas de lo mucho que ha cambiado la Patagonia y el Torre hoy desde aquellas primeras veces. Las previsiones del tiempo han sido una aportación esencial para reducir la aventura y el grado de exposición, pero también para aumentar el grado de dificultad de las rutas que se han abierto, los encadenamientos, las escaladas cada vez más rápidas a cargo de alpinistas que cada vez más se parecen a los grandes atletas de otros deportes. No es una crítica, por supuesto, es la realidad. Antes pasábamos dos meses haciendo intentos y a veces la tormenta nos pillaba colgados en medio de una pared de la que bajarse era una auténtica odisea. Como les pasó a Trabado, Portilla y Sebas en su primer intento cuando se quedaron a 80 metros de la cima y vivieron una odisea al día siguiente para lograr bajar de allí. Hoy en una semana llegan alpinistas norteamericanos que aterrizan en Calafate, ese mismo día duermen en Chalten y en un periodo de cinco días buenos pueden llegar a realizar varias ascensiones de primer nivel y se vuelven a casa. Una semana para hacer mucho más que lo que antes hacíamos, con suerte, en dos meses…
Sí, muchas cosas han cambiado, pero quiero volver a ver mis amigos de la Patagonia, quiero volver a abrazarlos y a reconocerme en ellos, para saber que sigo vivo, que sigue vivo el recuerdo ardiente de todo aquello que nos emocionó y el deseo de volver a sentir esas emociones.
Sentí la necesidad de volver a lanzarme al gran juego de la aventura patagónica. Y en enero volvimos.
El Cerro Torre sigue conservando esa aura de montaña inaccesible, azotada por los temibles vientos que llegan del océano Pacífico. Por eso, dentro del programa del Vº Centenario, “En la últimas fronteras del planeta”, regresamos a escalar el Torre. Una cima mezcla de ensueño y realidad. Que reúne Historia, drama, tragedia, polémica y, sobre todo, alpinismo del bueno. Porque la parte superior del Torre es un canto a la fantasía del hielo, con el vacío la niebla y el viento en derredor. La cara oeste del Torre es un homenaje a los pioneros que, como Bonatti o Casimiro Ferrari y sus compañeros, los “arañas” de Lecco, supieron encontrar en este laberinto de hielo la solución a la montaña imposible. En 1974 Ferrari y sus compañeros lograrían pisar la “imposible” cima del cerro Torre. El ser humano había puesto el pie en la Luna cinco años antes que en ese esbelto y esquivo hongo helado de una de las montañas más bonitas de la Tierra.
Y nosotros también lo conseguimos. Las previsiones de tiempo han cambiado radicalmente las reglas del juego en estas montañas de la Patagonia. Como antes lo hicieran en los Alpes. Tuvimos la inmensa fortuna de que nos saliera bien al primer intento. Mis compañeros Juan Mari Iraola, Alberto Iñurrategi y Martin Pala, buenos amigos y mejores alpinistas, subieron el 7 de febrero al hongo helado de la montaña de los Vientos. No es su escalada más difícil, ni la más alta, pero es la que más se parece a un sueño hecho realidad. El cámara Luis Soriano, compañero de otras aventuras como el K2 de 2004, subió para filmar hasta el collado de la Esperanza y pudo captar unas imágenes espectaculares. Luego, para rematar la expedición, también subieron a la aguja Poincenot. Lo celebramos en casa de Don Guerra, el antiguo baqueano que nos aprovisionaba los antiguos campamentos con sus mulas. Hoy organiza los asados…
Vinieron los antiguos y los nuevos amigos; por unas horas todo parecía como si el rescoldo de aquella antigua llama no se hubiera acabado y nos siguieran alumbrando, un poco más viejos, seguro, pero con las mismas ganas de seguir viviendo.
Volvimos a casa lo suficientemente satisfechos de hablar de nuevos proyectos, de navegantes vascos, como Elcano, Legazpiz, Urdaneta, y de otros tan grandes, como Sarmiento de Gamboa o Juan de Ladrillero, que dan nombres a montañas de la Patagonia y Tierra de Fuego; quizás habría que volver otra vez al Sur… Pero llegó la pandemia y lo jodió todo. Hemos pasado casi tres meses sin salir de casa, pero también sin poder escribir ni querer recordar. Recordar tantos instantes felices casi me parecía impúdico, en medio de tanta desgracia, tantos viejos olvidados -a los que debemos tanto- a los que dejamos morir sin una palabra de aliento. Me indigna todo lo que ha pasado y me siento culpable al recordar aquellos días que gozamos de una plenitud imposible de ser descrita con palabras.
Pero la vida sigue. Como afirma Richard Dawkins, en su libro El Gen Egoísta, “somos una especie diseñada para sobrevivir”. Y ahora, recordando aquellas montañas, aquellos días pasados, aquellos amigos, resuenan en mi cabeza las palabras del gran Lionel Terray: “Cuando en la tranquilidad y el calor de mi hogar, dejo vagabundear mi espíritu en el recuerdo de tantas imágenes y aventuras, los picos de la Patagonia me parecen tan irreales, tan fabulosamente esbeltos, que me parece que estas imágenes hayan salido de un loco sueño”.
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A los que hemos vivido la montaña con una intensidad rebosante y los años, los muchos años, nos descabalgaron definitivamente del alpinismo, nos llegan éstos aires frescos que nos reconfortan.
Somos parte de nuestros recuerdos y en eso andamos afanados en la tarea.
Saludos