Pasión y desesperación en el K2
La historia de Al Filo de lo Imposible en la montaña de las montañas
En unos pocos días se cumplirán 70 años desde que un equipo italiano consiguió coronar por primera vez el K2. Aquella expedición pasaría a la historia no solo por méritos propios (el K2 es, indudablemente, la montaña de ochomil metros más compleja), sino también porque fue el inicio de una polémica que persiguió durante décadas a uno de los mejores alpinistas de la historia, Walter Bonatti. Os hablamos de aquella historia aquí, de manera que en este artículo no nos vamos a centrar en esta efeméride.
Tampoco nos centraremos en el hecho de que nuestro Friend Kazuya Hiraide y su compañero habitual, Kenro Nakajima, estén ahora mismo en el K2 intentando afrontar, muy en su línea, un reto abrumador: la escalada en estilo alpino de su impresionante cara oeste. Y no será porque el intento no merezca que se le dedique atención. ¡Al contrario! La cara oeste del K2 es tan compleja que, a pesar de que ha habido múltiples intentos de escalarla, solo una expedición de 2007 lo ha conseguido; y para ello tuvo que recurrir al estilo de expedición super pesada, algo diametralmente opuesto a la filosofía alpina ligera de Hiraide y Nakajima. El desafío, por lo tanto, es mayúsculo y, si no hablamos de él ahora es porque le dedicaremos el espacio que se merece cuando la expedición haya terminado y tengamos toda la información.
Pero no nos vamos del K2. Este año se cumplen otras dos efemérides importantes relacionadas con esa montaña: la de las expediciones que el programa de RTVE Al filo de lo imposible lanzó en 1994 y 2004. Ambas fueron dramáticas y ninguna de ellas se explica sin un intento previo, el primero de Al filo a <<la montaña de las montañas>>, en 1983.
Para hablarnos de la amarga relación de Al Filo con el K2 hemos recurrido a nuestro friend y creador de aquel mítico programa, Sebastián Álvaro. Él, mejor que nadie, puede darnos contexto de cómo es esa montaña perfecta y horrible en la que Hiraide y Nakajima andan embarcados en busca de una escalada casi imposible.
Esto es lo que nos ha contado Sebastián:
K2 veinte años después
Justo en estos días se cumplen veinte años del descenso de Juanito Oiarzabal y Edurne Pasabán del K2, en una operación de rescate que tuve que organizar y coordinar y nos tuvo en vilo durante 48 horas; fue tan compleja y comprometida que por momentos nos tuvo al límite. Creo que eso lo sabe mucha gente de nuestro país. Quizás no tantos recuerden que también se conmemoran los treinta años de la muerte de Atxo Apellaniz en la vertiente norte de esta misma montaña. El recuerdo de aquellos dedos negros de Juanjo San Sebastián, que le tuvieron que amputar, aún me persiguen en mis peores pesadillas. Pero muchos menos recuerdan que hace 41 años que fuimos al K2 por primera vez -nada menos que por la temible vertiente sudoeste- o que en 1987 estuvimos a punto de hacer cima por la ruta Cesen. En resumen: casi doce meses pasados en cuatro diferentes vertientes del K2, muchos años más pensando en ella, un enamoramiento enajenador, terrible, pasional, desgarrador hasta los extremos. Y un amigo muerto, tres con amputaciones severas, otros con edemas o accidentes a punto de morir, como Iñaki Ochoa de Olza, y otros, no tan cercanos, como Mohammad, Alan Rouse o Ali Sadpara, que se quedaron en ella para siempre. ¿Qué puede mover a una persona a enamorarse de una montaña tan terrible, a la que la dimos todo y nos exigió, también, todo?
Debería comenzar a reflexionar por el principio.
Algunos sucesos extraordinarios, muy pocos, tienen la cualidad de marcar decisivamente nuestras vidas. Generalmente no tienes capacidad de darte cuenta mientras están sucediendo y solo se perciben con claridad cuando el tiempo coloca los sucesos y los protagonistas en su sitio. Eso me ocurrió a mí, y mis amigos de “Al Filo”, con una montaña que comienza donde las demás terminan. El K2 es el prototipo de la montaña inaccesible: piramidal, bella, comprometida. Ha sido llamada la montaña de las montañas y la montaña salvaje. Los baltíes la llaman la Gran Montaña. No tiene rutas sencillas. El tiempo es detestable. La bajada puede convertirse en una ratonera. Una notable proporción de los que intentan la cima no lo logran, y de los que llegan a ella un porcentaje muy alto no regresa al campo base. Si el alpinismo fuese una ciencia matemática, basada en la estadística, a nadie en su sano juicio se le ocurriría escalar el K2. Pero a nosotros, que no somos matemáticos, nos pareció perfectamente razonable. Por entonces, además, éramos muy jóvenes.
Con 30 años tampoco podía imaginar lo mucho que nos iba a cambiar la vida.
A comienzos de 1982 la emisión del documental “Dimensión 8000”, el primero que hice en TVE, supuso una novedad y un revulsivo en los contenidos de la tele, por entonces una de las mejores televisiones públicas del mundo. Los responsables se vieron sorprendidos por el impacto de aquel programa y me ofrecieron hacer más. Algo lógico, aunque mi madre hubiera preferido una tarea fija en la redacción de un telediario. Pero en el ámbito de las pasiones no siempre las decisiones que se toman son las más razonables. El tiempo me ha enseñado que, con frecuencia, nos arrepentimos de lo que no nos atrevimos a hacer. Y casi siempre nos enamoramos de quien no debemos. Así que elegí ir a escalar el K2, la segunda montaña más alta del planeta y una de las más peligrosas de los catorce ochomiles. Y además decidimos ir a la cara sudoeste. Eran los tiempos de las grandes paredes en los Himalayas. Algo que hoy, visto las colas en el Everest, y las botellas y cuerdas fijas en el K2, se ha olvidado y convendría, quizás, recuperar o, directamente, olvidarnos de ellos y dedicarnos, simplemente al alpinismo clásico. Pero eso es otro debate.
Es probable que la decisión de ir al K2 en 1983 fuera precipitada, porque, en realidad no teníamos ni idea de a lo que nos íbamos a enfrentar. La pared sudoeste es la vertiente más desconocida del K2, y su campamento base el más solitario y hostil de todas las montañas del Karakórum. Como por entonces ya era un tipo muy leído sabía que la conquista del K2 en 1954, comparándola con las de aquella década dorada de los años cincuenta, como el Annapurna, Everest o Nanga Parbat, fue la más importante, la más técnica, la que mejor ha aguantado el paso del tiempo. Lo sabía pero entonces asumíamos los riesgos como algo natural, sin preocuparnos de nada más. Durante casi un año me dedique a conseguir la financiación, organizar la logística de la escalada y la filmación y en abril emprendimos la expedición más larga que jamás he llevado a cabo.
Nos esperaban cuatro meses de expedición con enormes dificultades y completa incertidumbre, viviendo a más de 5.300 metros en el glaciar de Saboya. Aquella primera expedición al K2 fue, en muchos aspectos, un punto aparte y un punto final. Fue una experiencia tan al límite, que me marcó en todos los aspectos, tanto a nivel profesional como personal. En ella aprendí las cuestiones esenciales que determinan el resultado final cuando acometes una gran aventura. Entre ellas, la elección del equipo humano y la determinación implacable, una vez que te has decidido. También aprendí, una vez estando allí, la importancia de acompasar el ritmo de ascensión al que marca la montaña. Pero, en aquellos meses de 1983, todavía no lo sabía.
Y, desde el primer momento, todo salió mal.
El oficial de enlace que nos asignaron las autoridades en Islamabad fue un mal tipo que desde el primer momento nos hizo la vida difícil y amarga. Y, aunque sólo fuese en algunos momentos, lo consiguió. También contribuyeron a ello algunos miembros de la expedición. Además, aquel año todo lo que nos ocurrió fue excesivo. A los pocos días de situarnos al pie de la gran montaña sufrimos las primeras tormentas, aludes y deserciones. Pero le hicimos frente desplegando pasión, tenacidad y sacrificio. Poco a poco, peleándonos con un tiempo infame, que llegó una vez a tenernos veinte días seguidos bloqueados por intensas nevadas en el campo base, fuimos estableciendo los diferentes campamentos y ganando metro a metro a la montaña. A veces nuestra inexperiencia no nos permite entender las montañas. Ni a las personas. Algo similar nos ocurre con los amores, pues escalar una montaña como el K2 tiene mucho de un fascinante cortejo, en el que a veces nos engañan y nos dan ganas de abandonarlas y, sin embargo, otras nos provocan tal intensidad de emociones que caemos rendimos a sus encantos.
También sufrimos vientos feroces, que nos destrozaron el campo base, un terremoto que nos hizo salir corriendo de las tiendas, y finalizando la expedición una embolia pulmonar que estuvo a punto de acabar con Ángel Vedo, al que terminamos evacuando en una camilla. Pero la clave fue resistir, sin desesperar, en esos periodos de mal tiempo. Al final la belleza del K2 nos cautivó y eso hizo posible que aguantásemos hasta el final un grupo de irreductibles, resistiendo unas condiciones climáticas muy severas. En ese tiempo pude comprobar que se puede ser buen alpinista y también una persona insoportable, con la que no se debe compartir una tarea tan compleja como hacer una buena película de montaña. La experiencia del K2 me enseñó que una banda no es un equipo, y que no siempre buenos escaladores hacen el mejor equipo. A pesar de una temporada detestable, dos de nuestros compañeros, Juanjo San Sebastián y Antonio Trabado, alcanzarían los 8.250 metros en la cara sudoeste. La decisión de convencer a nuestros compañeros para que abandonasen el ataque a la cima fue, visto con la experiencia que tengo ahora, la más afortunada de toda la expedición. Y regresamos contentos. Ya era hora de volver a casa.
Fueron cuatro meses de alegrías y decepciones, de duro e inevitable aprendizaje que nos haría madurar como alpinistas y, a mí, sobre todo, como persona. Allí sufrí, filme imágenes con la cámara de cine a casi siete mil metros y, a la vuelta, hice dos buenos documentales que convirtieron al K2 en una de las montañas más conocidas en España. Hasta nuestros días. Los verían más de catorce millones de personas cada uno y, lo más importante, los alpinistas comenzaron a ser vistos por los ciudadanos como personas que emprendían retos que merecían la pena, perseguían sueños nobles, por los que sufrían y se esforzaban. La gente en casa, se concernían personalmente en la aventura. Los montañeros dejamos de ser unos seres alocados y aparecíamos en la tele no solo cuando había accidentes.
De allí volví con unos pocos amigos que, hasta hoy, son como hermanos. También con la certidumbre de que el esfuerzo, la lealtad y la honestidad son la base sobre la que construimos todo lo que merece la pena. Entre ellos estaba Abdul Karim, “Little Karim”, un entrañable porteador baltí que formaría parte de nuestras expediciones, y me convencería para desarrollar un proyecto de ayuda y cooperación en su aldea, Hushé, (en la que me encuentro ahora) para mejorar la vida de sus habitantes. Aunque Karim falleció no hace mucho, el proyecto impulsado por él y la fundación Sarabastall ha logrado convertir Hushé en una de las más prósperas de la región. Hasta el final Karim me quiso como si fuese uno más de la familia. Lo mejor de las montañas, lo mejor del K2, fueron los amigos que me proporcionaron.
En Madrid terminaría de dar forma a “Al Filo de lo Imposible”. Poco a poco, con errores, pero aprendiendo de ellos, seleccioné un verdadero equipo, con compañeros leales, honestos y trabajadores, antes de preguntarles por sus habilidades montañeras. Todas las cosas importantes que hice desde entonces las haría con ellos. Luego iniciamos las filmaciones, basadas en una idea de la aventura: viviendo las peripecias desde dentro, llevando las cámaras a los extremos del planeta. Los datos, dicho con humildad, creo que son abrumadores: más de 200 expediciones y unos 350 documentales son el resumen de aquellos 29 años de trabajo en TVE.
En el transcurso de los once primeros años realizamos casi noventa documentales. Pero, sin convertirse en una obsesión, el K2 seguía latente en nuestro recuerdo mientras escalábamos montañas de todo el mundo, del Everest al Cerro Torre. Era como un amor de juventud, que creías marchitado, pero cuyo recuerdo te asalta en cualquier esquina. Nos faltaba la Gran Montaña. Sin siquiera hablar de ello, presentíamos que, tarde o temprano, volveríamos a enfrentarnos a esa escalada fascinante, bella, peligrosa. En realidad ya la habíamos convertido en el símbolo de lo que nosotros entendemos y sentimos como Alpinismo. Nuestra “estrella imposible”, que debíamos perseguir, como bien había escrito Cervantes. Muchas veces, me pregunto ahora, si todo lo que hicimos en esos intensos años no fue sino recorrer un largo camino de aprendizaje que, sabíamos con certeza, un día terminaría por conducirnos a su cumbre. Por eso, en el verano de 1994, cuando estábamos en un momento crítico en TVE, volvimos al K2. Aunque esos momentos decisivos generalmente no se eligen, simplemente se nos presentan. Ya habíamos escalado dos ochomiles en una misma expedición, y tenía algunos de los mejores alpinistas, como Juanjo, Atxo, Tamayo, Iñaki Ochoa, Portilla, el argentino Sebitas de la Cruz y Juanjo Ruiz. Todavía me resulta doloroso recordar que no lo dudamos ni un momento. Escalar el K2 era la consecuencia inevitable de todo lo que habíamos hecho antes. Y eso es lo que hicimos. Sorteamos los engorrosos problemas económicos de siempre y nos fuimos al K2. Estábamos seguros. Aquella vez, la tercera, tendría que ser la definitiva.
Aquella expedición sería muy diferente a las anteriores, pues habíamos conseguido el codiciado permiso de la vertiente Norte del K2. Nos acercaríamos a la montaña desde la región china de Xinjiang. La marcha de aproximación, con camellos bactrianos, nos deparó el lujo de adentrarnos en la vertiente norte del Karakórum, que me parecieron los espacios montañosos más inhóspitos de la Tierra. Cuando evoco aquellos días, recuerdo el sol cayendo a plomo sobre la caravana de camellos, con el rio Yarkand bramando a mi lado con un ruido ensordecedor, mientras pensaba “esta vez tenemos que tener buena suerte, nos lo merecemos”. Pero las montañas no tienen piedad ni entienden de razones. Simplemente estaba tratando de vencer los fantasmas y mis propios miedos. Necesitas dosis de valentía extras para hacer frente a los peligros reales del Karakórum. Cruzando el río Shaskhan estuve a punto de morir ahogado. Afortunadamente había leído que la marcha al K2 por el norte era una de las más peligrosas del mundo. Y eso me salvaría la vida, porque no me soltaría del camello cuando fue arrastrado por la corriente.
Desde la llegada al campo base el equipo de alpinistas funcionó como una máquina rápida y eficiente. En un estilo muy ligero, sin utilizar botellas de oxígeno ni porteadores de altura, el 30 de julio alcanzaron por primera vez la cumbre José Carlos Tamayo y Sebitas de la Cruz, después de una rápida y modélica escalada. Era lo que llevábamos esperando once años. Pero la montaña ya nos había dado un aviso. Unos días antes, Iñaki Ochoa de Olza había sufrido varias fracturas tras una aparatosa caída de más de sesenta metros y tuvo que abandonar la expedición.
Desgraciadamente la cámara que llevaban José Carlos y Sebitas se había congelado y no pudieron filmar la llegada a la cima. Fue la perfecta excusa para volver a intentarlo, aunque si la cámara no se hubiese congelado, igualmente Atxo y Juanjo hubieran subido a la cumbre. De esa forma, cinco días después, atardeciendo el 4 de agosto de 1994, Juanjo San Sebastián y Atxo Apellániz lograban llegar por segunda vez a la cima cuando el sol comenzaba a ponerse, al tiempo que unas densas nubes cubrían la cima preludiando la tragedia que se avecinada. Pasaron su primera noche a 8500 metros sentados en una piedra mientras nevaba. Al día siguiente un alud los separó, perdiendo la cámara y la película filmada, viviendo una de las odiseas más dramáticas vividas en el K2. Aquellas imágenes conseguidas por Juanjo las habíamos perseguido durante once años. Y, para volver a conseguirlas, deberíamos esperar otros diez. Durante cinco días nuestros dos amigos lucharon juntos, al límite de la supervivencia, ya que Juanjo decidió no abandonar a su compañero, pasase lo que pasase. Al rescate se incorporaron Ramón Portilla y Sebitas de la Cruz, y entre todos lograron descender a Atxo al campo 2 donde lo cuidaron como a un niño. Aquella fue la mayor demostración de solidaridad que he vivido. Todos sabían que estaba muy mal, pero tenían esperanzas. Pero tenían que bajar cuanto antes al campo base…
Todavía hoy me resulta devastador revivir aquellos momentos. Y, a veces, las lágrimas saladas recorren mis mejillas agrietadas por el sol y alimentada por mis alegrías. “Fuera, muy lejos, en aquella tienda que Atxo ya ha abandonado, Sebitas se empeña en reanudar el masaje cardiaco hasta que Ramón le dice: déjale en paz Sebas. Déjale ya descansar”
Sólo Juanjo regresó al campo base, con sus manos gravemente congeladas. Entonces comprendimos en toda su cruel veracidad la frase de Kurt Diemberger “Hemos conseguido la cima del K2. Y hemos dado todo lo demás a cambio”
Volveríamos al K2 en el 2004, en el cincuentenario de su primera ascensión. Mis compañeros subieron a la cima, sin botellas de oxígeno, abriendo la huella y equipando el “cuello de botella”, el paso clave de la escalada. Por fin lograríamos grabar la cumbre del K2, y conseguir más de una hora de imágenes grabadas con una de esas cámaras ligeras de video que llevas en un bolsillo. Nuestra querida Beaulieu se había quedado anticuada… Pero volveríamos a vivir una bajada crítica que parecía revivir la de 1994. Afortunadamente logramos realizar uno de los rescates más rápidos y eficientes de la historia del himalayismo. Nunca he hecho un rescate mejor ni más rápido. En 48 horas, desde que consiguieron a la cumbre, lograríamos llevar a nuestros compañeros Juanito Oiarzabal y Edurne Pasabán al mejor hospital de Islamabad, distante casi mil kilómetros de la montaña. Juanito perdería los diez dedos de los pies, pero ambos siguen escalando montañas.
Y los sigo queriendo, más que antes, porque ya sé lo que supone vivir con la ausencia de un buen amigo.
Sebastián Álvaro (creador de “Al Filo de lo Imposible”)