En Ternua hemos hablado muchas veces del proyecto solidario del valle de Hushé. La última vez, hace bien poco, cuando Bego Alday nos contó su experiencia en Pakistán, a donde viajó en compañía de Sebastián Álvaro para escalar con las chicas escaladoras de aquel valle. Aquellas tres chicas, Amina, Sudiqa y Sudiqa Hanif, son nietas del más famoso porteador del Karakorum, "Little" Abdul Karim, que fue pieza fundamental en el éxito de innumerables expediciones en aquella cordillera durante veinte años. Que sus nietas se convirtieran en alpinistas fue su sueño, y si bien hemos hablado de ese sueño varias veces, como decimos, poco espacio hemos dedicado a la figura de este extraordinario hombre que ayudó a tantas expediciones a alcanzar el éxito. Hoy reparamos esa falta; hoy hablamos del hombre y no del sueño. Para ello hemos recurrido a Sebastián Álvaro, que no solo conoció bien a Karim, sino que mantuvo con él una íntima amistad. Esto es lo que nos ha contado:

 

Abdul Karim, un gran hombre y un enorme alpinista

A finales de los setenta un desconocido porteador baltí de la aldea de Hushé se ganó a pulso, literalmente, el sobrenombre que más tarde le haría famoso en el mundo entero. En realidad cabría decir que fue gracias a un impulso indómito, uno de esos que brotan instantáneamente ante una injusticia manifiesta. En la primavera de 1978 Abdul Karim estaba, como otros miles de porteadores, en Skardú, la capital del Baltistán, pidiendo trabajo al británico Chris Bonington y éste le desechó por su aspecto débil y pequeño. A Karim no le debió de sentar nada bien, porque sin pensárselo dos veces, abrazó al corpulento alpinista británico, le levantó en vilo y echó a correr con él a cuestas por el pasillo del hotel. A Bonington -uno de los mejores jefes de expediciones de todos los tiempos- no le quedó otra opción honorable que contratarle. Aquel año sería desastroso para los británicos, que se retiraron de la pared sudoeste del K2 después de haber perdido en ella a un amigo, pero Karim volvería muchas más veces a aquella montaña, entre ellas, tres veces por esa temible vertiente, donde superaría los ocho mil metros porteando por cuatro rutas diferentes sin utilizar nunca bombonas de oxígeno. Pero su historia y su historial alpino se extiende mucho más allá de la sombra del K2…

 

Durante más de veinte años Abdul Karim fue reconocido incontestablemente como el mejor porteador del Karakórum. Durante ese tiempo se erigió en un símbolo de ese puñado de baltíes que se empeñan en sobrevivir en el Karakórum, uno de los hábitats más inclementes de la Tierra, asumiendo los trabajos más duros y expuestos que pueden realizarse en las altas montañas. Su apodo, “Little Karim”, se haría legendario y Karim terminaría siendo protagonista de conferencias, películas y documentales, visitando, entre otros países, EEUU, Francia, Italia, Canadá y España. Los últimos estudios genéticos demuestran de forma científica que las modificaciones genotípicas a un entorno tan severo han propiciado que tibetanos, sherpas y baltíes sean los seres humanos mejor adaptados para realizar esfuerzos musculares en condiciones de falta de oxígeno. Probablemente en el caso de Karim fuese así, pero su merecida fama se la ganó a pulso. Si en lugar de portear cargas por encima de los seis, siete y ocho mil metros se hubiera dedicado simplemente a subir a las cimas de esas montañas estaríamos ante un "ochomilista" de élite a la altura de los mejores alpinistas occidentales. A sus extraordinarias condiciones físicas, Karim sumaba una valentía, una nobleza, un sentido del humor -a prueba de las peores condiciones adversas- y una inteligencia fuera de lo común. Seguramente, también el saber elegir sus compañeros de escalada -aunque pueda parecer contradictorio con el hecho evidente de ser un asalariado- junto a una intuición natural para saber escalar con soltura en la zona de la muerte, le permitieron no solamente sobrevivir sino ganarse la vida holgadamente mientras estuvo en activo. Prueba de ello es que su actividad en montaña fue impresionante: más de veinte expediciones a los cinco ochomiles de Pakistán, trabajando a las órdenes de algunos de los mejores alpinistas, entre ellos, Messner, Kukuczka, Casarotto, Seigneur, Bonington, Doug Scott, el grupo de “Al Filo”, por supuesto, y muchos otros. No hubo nadie, desde luego entre los alpinistas pakistaníes, y también, me atrevería a afirmar, entre los nepalíes, de su excepcional categoría personal y montañera. Para que se entienda la comparativa, no conozco a muchos alpinistas actuales capaces de portear cargas de más de 20 kilos por encima de los ocho mil metros, como hacía Karim sin pestañear, al tiempo que se movía por terrenos difíciles y peligrosos con rara habilidad, nunca utilizó cilindros de oxígeno, jamás se subió a un helicóptero y cuando le tocó abrir huella en zonas muy expuestas jamás lo dudó y lo hizo en estilo ligero. Eran otros tiempos, un ejemplo que debería hacer sonrojar hoy a todos los vendedores de falsos récords.

 

Karim en el campamento

 

 

Paradójicamente, Karim comenzó a escalar grandes montañas gracias a un río. Corría el verano de 1977, cuando tenía 22 o 23 años, pues, sobre el tema de la edad, Karim fue siempre cambiante y voluble, como muchos de los habitantes de estas aldeas que no recuerdan la fecha de su nacimiento. Aquel año fue contratado como porteador por una expedición neozelandesa que iba al pico Hobuste, una montaña en los márgenes del glaciar de Baltoro. Durante la marcha de aproximación una alpinista del grupo sufrió un accidente y se cayó al río Braldo, que en época de deshielo es un torrente desbocado que se convierte en una trampa mortal. Pero Karim no se lo pensó dos veces y se lanzó al agua consiguiendo salvar a la chica. Como agradecimiento por su valentía, y a pesar de su pequeña estatura, su juventud e inexperiencia, le permitieron trabajar como porteador de altura. En tan sólo siete días consiguieron la cumbre, logro en el que tuvo bastante que ver el trabajo realizado por aquel joven baltí. Aquel sería el comienzo de una carrera imparable y desde entonces el nombre de Karim comenzaría a circular entre los expedicionarios que viajaban al Karakórum. El año siguiente fue el del K2 con la expedición británica de Chris Bonington, que le cambiaría la vida. Desde entonces a Karim nunca le faltó trabajo como uno de los mejores porteadores de altura de Pakistán.

 

Fue el K2, igual que para muchos de nosotros, el que marcaría su vida. Allí lograría, en el verano de 1979, superar por primera vez los 8.200 metros, y nada menos que por el esbelto pilar sur que recorre como una espina dorsal la vertiente sur de la montaña más bella de la Tierra: la famosa Magic Line. Allí subiría el ala delta de Jean Marc Boivin al Púlpito (7600 metros), para que pudiese saltar al vacío desde allí y sobrevolar la zona más agreste del Karakórum. Sin duda, el sueño de cualquier amante de las montañas y el vuelo libre. Pero Karim me confesó que aquella expedición supuso un tiempo trascendental de su vida; y no sólo porque hizo posible aquel increíble vuelo de Boivin. Para subir el ala delta debía franquear un muro de roca vertical que le requirió un esfuerzo sobrehumano. Estaba jumareando a un ritmo endiablado, pues el mal tiempo se cernía sobre el K2, mientras a su lado iba otro porteador del valle de Hunza, que intentaba seguir su ritmo. De repente oyó un grito ronco y su compañero se desplomó. Un ataque cardiaco le había fulminado. Allí quedo inerte, colgado de las cuerdas balanceándose, como un pelele sin que Karim pudiese hacer nada. Ese día fue el que conoció por primera vez el lado amargo de la montaña.

 

Dos años después -nuevamente en el K2- Karim volvió a mostrar su carácter solidario y valiente -mucho más comprometido con el grupo que el que exige un pequeño salario- dando una soberana sorpresa al grupo japonés para el que trabajaba, al subir de siete a ocho mil metros sin que nadie se lo pidiera, con las botellas de oxígeno necesarias para que la expedición pudiera hacer cumbre al día siguiente. Oyó por los walkies que la situación era desesperada y sin pensárselo dos veces se echó las botellas de oxígeno en la mochila, salvó mil metros de desnivel y resolvió la situación. En realidad una historia muy parecida a la que había sufrido Walter Bonatti en 1954, con la diferencia de que, en el caso de Karim, nadie escribió sobre ello y nunca le reconocieron su papel vital en la apertura de una ruta nueva en una de las paredes más comprometidas del Karakórum.

 

Karim y Álvaro

 

Conocí a Karim en 1983 durante nuestra primera expedición al K2, precisamente en esa misma vertiente. Enseguida me di cuenta de su conocimiento de la ruta y su inteligencia para sortear los peligros más evidentes de aquella colosal pared. Todos pudimos comprobar que, a pesar de su pequeña estatura, estaba ante uno de los tipos más fuertes que he conocido en las montañas. Pero en el Karakórum siempre hubo porteadores excepcionalmente fuertes; lo que hacía de Karim un alpinista excepcional era su inteligencia, un chispazo de talento que brillaba en sus ojos cuando le contabas una aventura o una escalada. Nunca olvidaré un suceso que me enseño la verdadera estatura y personalidad de Karim, las que definen a un alpinista. Una mañana estábamos en la tienda comedor del campo base cuando por el walkie un compañero me comunicó que uno de nuestros porteadores se ponía a descender desde el campo 4, que teníamos situado a 7600 metros. Hasta aquí todo era normal porque queríamos tener controlados a todos los alpinistas que se encontraban en la montaña. Lo anormal es que, mientras nosotros seguíamos comunicando con los diferentes campamentos, Karím nos saludaba desde el campo 3, el 2 y el campo 1 instalado en una arista a unos 6000 metros. Es decir había descendido 1600 metros a la velocidad del rayo. No nos lo podíamos creer. De repente uno de los compañeros dijo en voz alta lo que todos pensábamos: "¡Ese pequeño va como una moto!” Y es que Karim, como luego pudimos comprobar, no se aseguraba, simplemente se lanzaba al vacío agarrándose a la cuerda fija con una mano y descendía a una velocidad incomparable a la de nadie que haya conocido. Se movía como pez en el agua en esos terrenos comprometidos donde cualquier error es el último. Era muy bueno y rápido escalando con una carga a la espalda, pero cuando la dejaba entonces era invencible. Así descubrí al “Pequeño Karim”, un apelativo que con el tiempo se convertiría casi en un título de nobleza.

 

Al finalizar la expedición sabía que, para siempre, aquel porteador baltí era una de las mejores personas que la fortuna había colocado en el camino de mi vida. También pude hacer recuento de las penalidades y las bajas que siempre se producen en experiencias similares. Fue una de las expediciones más duras que he llevado a cabo. Llena de deserciones y decepciones, probablemente por los errores que cometí y de los que no culpo a nadie, pues, para lo bueno y lo malo, era exclusiva responsabilidad mía. Pero también fue de las más provechosas, pues tuvieron la utilidad de enseñarme a no volver a cometerlos. El mejor aprendizaje fue reconocer a las personas con las que merece la pena ir al fin del mundo. Conocer a aquel pequeño porteador fue el más agradable descubrimiento de los muchos que realicé en aquella expedición. Karim era grande, no porque fuera muy fuerte sino porque era uno de esos hombres íntegros y honrados con los que, además de expediciones, pude compartir la vida; y también valores esenciales como la valentía, el esfuerzo, la generosidad, la honestidad y la lealtad. Luego, poco a poco, a golpe de caminata o expedición, terminaría de descubrirlo y admirarlo, engrandeciendo su estatura física. Era solidario con todos, pero antes que nada con las personas más pobres de Hushé, su aldea natal y una de las más míseras del Karakórum. Y no cejaría en su empeño hasta que pudo arrastrarme a realizar un proyecto de ayuda y cooperación con mis amigos de la Fundación de Sarabastall. A pesar de ser pobre y de las muchas necesidades de su familia, nunca nos pidió nada para él sino para la gente de su pueblo. Ni siquiera al final, cuando ya a duras apenas podía mantener a Rahima, su compañera de vida.

 

Sería en el verano de 1985 cuando lograría renombre mundial al subir a la cumbre del Gasherbrum II con un ala delta de más de 25 kilos a la espalda. La experiencia anterior en el K2 llevaría a Jean Marc Boivin a confiar en Karim para ser el primero en volar desde la cima de un ochomil. El documentalista de la expedición francesa, Laurent Chevallier, se cayó en una grieta y Karim le estuvo manteniendo a pulso mientras la cuerda le iba quemando el cuello, una cicatriz que era muy visible y le recordaba aquella maldita montaña. Karim no aflojó y Laurent pudo salvar su grave situación. Y además se dio cuenta de que aquel “Little Karim”, era en realidad uno de los mejores montañeros del Karakórum. Y se decidió a hacer una película de aquel pequeño porteador del Karakórum que daría la vuelta al mundo. Pero aquella expedición al Gasherbrum II sólo sería una de sus muchas escaladas. Igual que en el K2, repetiría ochomiles al mismo ritmo con el que las montañas del Karakórum se ponían de moda. Volvería en 1988 a esa misma cumbre porteando la tabla de surf del alpinista Henry Albert con la que quería bajar la impresionante vertiente sur de la montaña. Desde abajo el alpinista español Jordí Pons intentaría filmar el descenso. Karim, observando su falta de aclimatación, le aconsejó que no lo hiciera.

 

-“Pero no me hizo caso” me contaría pocos años después, sin apenas darle importancia. “Yo le subí la tabla y a siete mil metros le dije nuevamente que no intentase bajar porque se mataría”.

-“¿Y qué ocurrió?, le pregunté azuzado por un insano ejercicio de curiosidad. Debería haberme callado pues nunca es conveniente remover cenizas de malos momentos en montaña.

-“Joder Sebas -me contestó con amargura- pues que se mató. Como ya le había dicho”. Aquel día me di cuenta de que mi amigo comenzaba a estar cansado de ver morir a tantos alpinistas a los que había acompañado a conquistar tantas cimas del Karakórum. Varios de ellos ya eran, por entonces, buenos amigos suyos.

 

Karim expedición

 

En 1986 no pudo esperarnos porque necesitaba dinero para dar de comer a su familia. Los duros inviernos en su aldea terminaban con los pocos ahorros conseguidos por los porteadores en verano. Así, antes de llegar nosotros, tuvo que contratarse con la expedición del legendario Karl Herrligkoffer al Broad y K2. En esa expedición portearía para dos grandes alpinistas polacos, Jerzy Kukuczka y Tadeusz Piotrowski, ayudándoles a aprovisionar el campo 2 desde el que los dos alpinistas polacos se lanzaron en estilo alpino a abrir su irrepetible ruta en la vertiente sur del K2. Fue uno de esos porteos peligrosos que nunca hubiera vuelto a repetir por voluntad propia pues la ruta polaca está muy expuesta a aludes. Después de diez días al límite, sólo regresaría al campo base Kukuczka. Sería uno de los veranos más negros en la historia del K2. Uno de los que engrosaría aquella lista de fallecidos sería Mohamad Ali, otro porteador compañero de Karim en nuestra expedición de 1983, quien se vería envuelto en la tragedia de los últimos días. Pocos días antes Karim tuvo que intervenir en el rescate del alpinista italiano Renato Casarotto, fue de los primeros en bajar a la grieta donde se había caído, aunque al final Renato falleciese a consecuencia de las graves heridas.

 

Pero entre medias de sus múltiples obligaciones como porteador de altura, pidió tres días de permiso a su jefe de expedición para subir con sus amigos españoles al Broad Peak. Para entonces Karim ya no era un porteador sino un entrañable y leal amigo, uno más de nuestro pequeño equipo. No hubo nada que discutir y quedamos que fuese con Juanjo San Sebastián y Ramón Portilla a la cumbre, pues nuestro pequeño amigo tenía tantas o más ganas que nosotros de subir a esa montaña. Pero sólo subieron a la antecima, allí se quedaron por un error ya que había señales de otros grupos que se habían quedado allí y pensaron que era la cima principal. El error fue grave, más teniendo en cuenta que era un día de muy buen tiempo, pues estuvieron alrededor de una hora sentados y disfrutando de las espectaculares vistas del Karakórum esperando a unos austríacos que venían detrás para que les pudiesen hacer una foto, porque no llevaban cámara. Yo me cruce con Ramón y Karim, mientras bajaba de 6500 metros al campo base, y los dos iban hablando como si estuvieran paseando por la sierra del Guadarrama. Aquel día subieron al campo 3 (salvando unos 2300 metros en el día), luego, al día siguiente junto a Juanjo San Sebastián, alcanzaron la antecima y al tercer día estaban de regreso en el campo base. Ramón recuerda a Karim en la antecima del Broad con un forro polar roto y sin chaqueta de altura para protegerse.

 

Karim con gafas de sol

 

Por supuesto tratábamos de pagarle lo mejor posible, pues su pobreza extrema convertiría toda su vida en un ejercicio de supervivencia, ya que con el paso del tiempo iba sumando hijos y también nietos, hasta superar, entre unos y otros, más de 40. Pero Karim figuraba en los rótulos de los documentales de Al Filo como un alpinista más y no porteaba más que su material necesario.  A veces nos pedía alguna propina, como una tienda grande de comedor, y entonces Karim, que no podía permitirse pagar a un porteador, se la echaba a la espalda y bajaba por el Baltoro cantando y feliz como un niño, con 40 o 50 kilos a la espalda, aplastado por una carga que abultaba más que él. Fueron precisamente su talante siempre alegre y optimista, las extraordinarias cualidades físicas que se encerraban en un cuerpo tan pequeño y su infatigable capacidad de trabajo en altitudes muy elevadas, las que le llevaron a poder ganarse la vida y alimentar a su familia algo que, en aquellas aldeas del Baltistán, es una proeza tan imposible como subir al K2.

 

En 1987 volvería nuevamente al K2, con Martín Zabaleta, Juanjo San Sebastián y Ramón Portilla. Subieron por la ruta Cesen en un estilo muy ligero en el que Karim tuvo que emplearse a fondo en algunas zonas con mucha nieve. En el día decisivo superaron los 8400 metros antes de que la niebla les envolviese y tuvieran que descender. Ramón Portilla cuenta que, cuando decidieron bajar, Karim le propuso descender al campo base ese mismo día. Y así lo hicieron. Ramón, que en aquella época era muy rápido bajando, recuerda que Karim impuso tal ritmo que le esperaba con el té preparado en los distintos campos de altura. Aquel día descendieron tres mil metros: de cerca de la cumbre hasta el campo base avanzado. Y, según Ramón, Karim hubiera podido llegar del tirón al campo base. A él le tuvieron que inyectar un par de bolsas de suero al día siguiente.

 

Son solo algunos ejemplos y anécdotas que pude vivir de primera mano o que Karim me fue contando todos estos años y que a veces rescato de la memoria. Por no seguir hablando de otras innumerables expediciones a otros ochomiles y a otras montañas un poco más bajas pero no menos comprometidas. Buena parte de esas expediciones ni siquiera las nombraba. No hace mucho, buscando otra información en el American Alpine Journal, me encontré con la sorpresa de que había estado muy cerca de la cumbre del Masherbrum (7821 m), una de las montañas menos escaladas del Karakórum, junto con el alemán Volker Stalbon. Una aventura de primera de la que nunca le oír hablar, pues jamás vi alardear a Karim de ninguna de sus innumerables escaladas. Era simplemente su trabajo, su pasión y su deber. Todo junto. Y eso hizo de mi amigo un hombre sencillamente extraordinario. Un alpinista de primer orden y un hombre bueno en el mejor sentido de la palabra bueno.

 

Luego fueron pasando los años, mientras iban flaqueando sus fuerzas, aunque un tipo tan honesto como Karim nunca dejó de sacrificarse en las montañas, exigiéndose lo máximo en cada escalada. Pero se dio cuenta que los tiempos estaban cambiando el día que sufrió un accidente a 7000 metros en el Broad Peak. Una piedra le dejó inválido de una pierna y su expedición le dejó tirado sin auxiliarle. Cualquier otro hubiese muerto pidiendo ayuda a gritos. Pero Karim apretó los dientes, y se propuso sobrevivir. Tenía demasiadas personas esperándole en casa que dependían de él. Tampoco era justo quedarse con los brazos cruzados esperando la muerte. Karim siempre fue un luchador. Así que bajaría arrastrándose hasta el campo 2 y desde allí le ayudarían a alcanzar al campo base. Cuando regresó a casa su mujer le pidió llorando que dejase de ir a expediciones. Ese día debió ser muy duro para mi amigo. Al principio se dijo a sí mismo que no podía renegar de la montaña pues le había dado todo: le había permitido ganarse la vida y había conocido amigos con los que había compartido momentos de alegría y felicidad muy intensos. Pero también se dio cuenta de que ya era hora de dejar los ochomiles. Los alpinistas también habían cambiado. Muchos le pagaban mal, otros le racaneaban la alimentación, la vestimenta o la propina. Además, sus fuerzas menguaban, pero él seguía haciendo el trabajo más duro, y aquellos alpinistas, para los que era simplemente mano de obra barata, no se lo merecían. Ya se había dado cuenta que se jugaba la vida por tipos de mala entraña, capaces de dejarle tirado si las cosas se ponían mal. Ese día, hablando con Rahima, debió ser muy amargo para Karim. Su mundo, el que había compartido junto a los mejores, se derrumbaba. Mediaban los años noventa y comenzaban las expediciones comerciales.

 

Desde entonces Karim se refugió en sus montañas más pequeñas y se dedicó a guiar caminatas por el lugar donde nació y mejor conocía, el Karakórum, “la más genial expresión de las fuerzas orogénicas del planeta” como dijera uno de los pioneros. Envejecimos ambos y siguió siendo uno de mis mejores amigos y desde luego el mejor guía para descubrir los secretos del valle de Hushé. Además, gracias a su empeño, el proyecto llevado a cabo por la Fundación Sarabastall de Caspe se ha terminado convirtiendo en una referencia de Ayuda y Cooperación en el Karakórum. Y todo empezó por Abdul Karim. Con amigos así el mundo es más amable y la vida tiene sentido. Pero nunca dejó de amar las altas montañas. Y no porque fuese su principal fuente de ingresos sino de otra forma, como objeto de pasión y deseo. De la misma forma e intensidad que cuando nos enamoramos. Y con el espíritu de los grandes montañeros.

 

Karim y Álvaro

 

Un poco antes de comenzar su enfermedad hepática, que le llevaría a la tumba el 3 de abril de 2022, compartimos una caminata por el Baltoro y el paso del Gondogoro, con su hijo Hanif y unos amigos. Allí arriba, sin prisas y a casi seis mil metros, nos paramos a ver amanecer contemplando el mar encrespado de las montañas más bellas del mundo: los Gasherbrum, el Broad Peak, el Chogolisa, el K2, el Masherbrum, el Laila y tantas otras. En silencio, absortos en aquel milagro, he visto como a mi amigo le brotaban lágrimas de sus ojos oscuros. Eran los ojos de una vida vivida con pasión hasta el final. En aquella mirada, profunda e intensa, había destellos de un niño; un sueño de infancia que Karim había hecho realidad. Nuestro común amigo, el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón, ha escrito que los grandes paisajes pueden conformar un territorio moral en quienes lo viven con talante abierto y libre, un espacio interior que forja el carácter de los hombres. Como los porteadores del valle de Hushe. Grandes hombres como Abdul Karim, nuestro amigo “el Pequeño Karím”.

 

Luego aquella maldita operación en 2017 que, a pesar de las buenas intenciones, le condenaría a un final previsible a medio plazo. Pero en esos cuatro años, que él sabía corrían deprisa, su salud se iba deteriorando y se volcaría aún más en el Proyecto Hushé, es decir en ayudar a sus vecinos. También me pidió un último favor, que tres de sus nietas pudiesen escalar montañas, exactamente igual que él mismo había hecho, y sus hijos varones. Me lo pidió en su modesta casa compartiendo un té, con una solemnidad impropia de Karim. Había tanta emoción contenida en aquel instante que fui consciente de la trascendencia de aquella petición. En Pakistán, en el Karakórum, es insólito que las mujeres puedan escalar montañas. En realidad, allí es poco corriente que puedan tomar iniciativas importantes en su vida, sea el matrimonio o tener hijos, sin que lo decidan los varones de los que dependen, sean sus padres, sus hermanos, sus maridos o sus familiares. Por eso Karim quiso pedirme ese favor “como un hermano”, el último que me pedía.

 

Y, afortunadamente, tuvo el tiempo suficiente de llegar a ver como sus nietas, Amina, Sudiqa Banon, Marion y Sudiqa Hanif, escalaban montañas de seis mil metros y eran recibidas por todo el pueblo como nunca antes había ocurrido en el valle de Hushé. Aquel suceso, pequeño en apariencia, tuvo sin embargo repercusiones no sólo en el valle de Hushé sino en todo Pakistán, pues fueron entrevistadas en la televisión nacional, y tras ellas otras chicas también quisieron escalar “sus” montañas. En realidad, las nietas de Karim se convirtieron en un símbolo de esas sacrificadas mujeres baltíes, posiblemente las mujeres mejor adaptadas del mundo para poder realizar esfuerzos en las altas montañas, como han demostrado estudios genéticos. También pudieron, por primera vez en su vida, viajar fuera de su región, volar en avión, visitar España y subir al Teide partiendo de un mar que veían también por primera vez. Fue un cúmulo de experiencias y sensaciones que jamás podrán olvidar.

 

Karim también quiso venir a despedirse de sus amigos españoles por última vez. A participar del estudio cardio genético sobre los habitantes de las montañas, en Nepal y Pakistán, y a corroborar que su genética y su corazón le hacían imbatible en las altas montañas. Luego dio en Desnivel una charla y, sorprendiéndonos a muchos, nos hizo una petición extravagante… para un hombre que vivía en una de las aldeas más aisladas del mundo: ¡quería conocer a Cristiano Ronaldo! Y se lo hicimos realidad. Aquellos minutos pasados en Valdebevas fueron una de esas extrañas ocasiones difíciles de imaginar: dos de los mejores deportistas del mundo compartiendo unos minutos de charla al margen de lo que ambos simbolizaban. Fui testigo privilegiado, casi de vivir unos minutos en una burbuja en la que dos tipos se veían por primera y última vez en sus vidas. Representando dos visiones, dos símbolos deportivos distintos, dos visiones de la sociedad contradictorias. El más pobre y el más rico, el más alto y el más pequeño, un atleta cuidado y mejorado en los gimnasios y un pequeño porteador asalariado por unas pocas rupias forjado en las penurias de las más grandes aventuras montañeras. A mi amigo Karim lo conocía muy bien, pero de Cristiano sólo tenía esa visión, muchas veces prepotente y desagradable, de los medios de comunicación. Sin embargo me sorprendió por su amabilidad y cercanía con Karim, con el que estuvo comunicándose en ese lenguaje mixto inglés-español con el que solíamos hablar de lo divino y lo humano. Luego Karim volvería a su aldea y se refugiaría en ella a sufrir el implacable avance de su dolencia. A pesar de lo cual todavía nos acompañaría con sus nietas al Pastora Peak (6250m), aunque ya no podría pasar del campo base. Posiblemente, en su cabeza le rondaría la posibilidad de ver desde su cumbre la vertiente suroeste del K2, donde todo empezó, y poder recordar su espléndida juventud, cuando trepaba como un leopardo de las nieves por aquellas montañas. Pero no pudo ser.

 

Karim mayor

 

Karim falleció en el hospital militar de Rawalpindi. Estuve hablando con él hasta el final y pidiéndole que aguantara para vernos con sus nietas en Hushé. Un día antes de su muerte, añorando a sus amigos, le dijo a su hijo Hanif que cuidara de Rahima y que pagara unas deudas que tenía, pues había pedido dinero prestado a un amigo, tal era su situación económica. Tuvimos que enviarle dinero para poder comprar leña en Hushé. Luego le pidió una de esas canciones que le recordaban nuestro país, y Hanif le puso en el móvil una canción de Sabina, que tanto le gustaba, y que empieza diciendo “Me lo dijeron mil veces, pero nunca quise prestar atención…”.  En la madrugada del día siguiente, el 3 de abril de 2017, Karim se despidió de este mundo. Y, como cantaba Labordeta, “le enterraron pobre, como debía pasar…” Una pequeña tumba de adobe acogió su pequeño cuerpo mirando al oeste, a la imponente mole del Masherbrum (7821 m) la montaña que domina el valle de Hushé. El mejor mirador para descansar.

 

Sus nietas, su mujer, sus hijos y sus vecinos estuvieron llorándole muchos días. Sólo entonces se pudo ver el inmenso cariño y afecto que todos le tenían. En julio fuimos a rendirle homenaje. Allí, en torno a su tumba, se entremezclaron recuerdos y emociones que nunca podremos olvidar. Luego su nieta Suddiqa entonó un rezo que parecía un poema y recogieron una foto de Karim que, pocos días más tarde, subiríamos juntos a la cima del Khosor Gang (6050m). De esta forma se cerraba definitivamente la historia de Karim y sus nietas. Su sueño se había cumplido.

 

Su tumba sigue allí en su pobre aldea como testimonio de que la valentía, la amistad, la compasión y la solidaridad pueden mover el mundo. Allí en Hushé, al otro lado del mundo, en el corazón de las tormentas feroces, los aludes y torrentes impetuosos, se refugia la memoria de un pequeño gran hombre que logró conmover nuestro corazón, que imaginó, y lo hizo posible, que los niños de su aldea tuvieran educación y salud, que por amor impulsó que las niñas de Hushé pudieran escalar montañas y también fueran a la universidad. Allí, en una pequeña tumba de adobe, se refugia el hondo espíritu valiente, uno de los mejores alpinistas que he conocido. Una de las más grandes personas. Viajero que llegas a Hushé, quería hacerte cómplice de esta Historia: no pierdas visitar esa tumba y, con respeto, rinde homenaje a Abdul Karim. Allí, al otro lado del mundo, delante de las montañas más agrestes de la Tierra.

 

Sebastián Álvaro